ACTUACIÓN POLÍTICA DE LA CORONA EN EL TRABAJO DE LOS FRAILES EN LA NUEVA ESPAÑA


Y estos visitadores eran los mayores verdugos, ante los cuales todos los indios que los alguaciles del campo traían monteados se presentaban, y luego iba el acusador allí, que era a quien los indios fueron encomendados, y acusábalos diciendo que aquellos indios eran unos perros, que no le querían servir, y que cada día se le iban a los montes por ser haraganes y bellacos; que los castigase. Luego el visitador los ataba a un poste, y con sus propias manos tomaba un rebenque alquitranado, y dábales tantos azotes y tan cruelmente que por muchas partes les salía la sangre, y los dejaba por muertos. Y por estos tales tratamientos, viendo los desventurados indios que debajo del cielo no tenían remedio, comenzaron a tomar por costumbre ellos mismos matarse con zumo de yerbas ponzoñosas o ahorcarse, y los más de ellos sin tener conocimiento de la ley de Cristo.


Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana.


Al oponerse los misioneros a la explotación y el maltrato a que sujetaron a los indígenas diversos grupos de los colonizadores, despertaron el odio de éstos. Por otra parte, también provocaron la envidia entre los miembros del clero secular por el éxito que obtuvieron en sus labores entre los indios. Estos sentimientos surgieron especialmente después de la segunda mitad del siglo xvi, con la llegada del arzobispo dominico fray Alonso de Montúfar, quien siempre que pudo desacreditó los trabajos de los frailes. Coludido con el virrey Martín Enríquez de Almanza y con el visitador de Felipe II, el licenciado Gerónimo de Valderrama, no desperdiciaron ocasión de atacar a los religiosos y de coartar sus labores.

La razón de esta animadversión se debió posiblemente a los privilegios que tanto la Corona, bajo los reinados de los Reyes Católicos y de Carlos V, como la Santa Sede habían concedido a los evangelizadores y al peligro real o supuesto que éstos podrían representar en los destinos del poder español en ultramar, al aumentar su ascendiente sobre los indígenas y en menoscabo de los opresores. Por otra parte, excepto por la excelente relación que hubo con fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de la Nueva España, los frailes, siguiendo una tradición medieval, raras veces dependieron de los obispos y del arzobispo. De allí que estos últimos intentaran controlarlos por medio de intrigas en la corte y de sustituirlos con curas sometidos a sus mandatos, alegando que la actividad de los evangelizadores era perjudicial tanto para los indios como para la Corona.

Pero ni Montúfar ni Enríquez ni Valderrama hicieron algo para proteger y ayudar a los indígenas. Por el contrario, su malicia se echa de ver con la llegada del tercero de ellos a principios de 1563. Traía el visitador Valderrama la orden de organizar y aumentar los tributos y tal vez también de menoscabar la autoridad de los misioneros, según se deduce de sus informes enviados periódicamente al rey Felipe II. Se escandalizaba de que los religiosos protegieran a gran número de indios, quienes por prestar sus servicios en los conventos estaban eximidos del tributo. Entre muchos casos, se refiere al del convento agustino de Cuitzeo, en el cual había no menos de ciento noventa indígenas que no lo pagaban, aparte de que los evangelizadores libraban ordenanzas para ciertos pueblos: “Otra introducción había muy perjudicial a la hacienda de Vuestra Majestad, y es que en algunos pueblos por ordenanzas de frailes reservan mucha gente del tributo, cantores y tañedores, y otros que sirven en la Iglesia, carpinteros, albañiles y otros viejos y enfermos, como se verá por las ordenanzas que ahí van.”1

Cierto es que los evangelizadores hicieron mal en atribuirse facultades que no les concernían, mas lo hicieron en su afán de proteger a los indios. En el caso del convento de Amecameca, uno entre tantos, Valderrama informa al monarca que: “Hay ordenanza que para dos frailes que allí moran den trescientos pesos y sesenta fanegas de trigo y ochenta de maíz, y veinticinco huevos cada día y doscientas tortillas, así mismo, cada día. Dice la Ordenanza: Digo yo, el maestro fray Pedro de la Peña, provincial de la Orden de Santo Domingo de esta Nueva España, que consultado con el señor alcalde, nos pareció, etcétera, lo de arriba.”2

Si no se aclaraba cuál era el destino de estos bienes, ciertamente resultaba excesiva la carga impuesta a los moradores de Amecameca, y el visitador tuvo buen cuidado de no hacerlo, seguramente con el objeto de incriminar más a los dominicos y causar buena impresión ante el soberano. Sin embargo, cabe preguntarse para qué querrían doscientas tortillas y veinticinco huevos diarios los dos frailes que moraban en el poblado de Amecameca, más aparte el maíz y trigo. Es inimaginable que sólo dos hombres hubieran comido tanto. Como el mismo visitador informa, en los conventos había gran número de indios, aunque calla la presencia de los niños que vivían y se educaban como internos en ellos, de manera que es probable que esas cantidades tan excesivas hayan servido para alimentarlos a todos. Es también sabido que los religiosos hacían limosnas a los pobres y daban la comida a los indígenas que estaban encargados de las obras de edificación y ornamentación de los edificios. Es una lástima que la mala fe de Valderrama haya ocultado datos importantes que nos serían de gran utilidad para conocer los pormenores de la actividad conventual.

En otro de sus múltiples informes, el visitador se justifica y envía el traslado de la respuesta que le dieron los franciscanos y dominicos para que


Vuestra Majestad sea servido de ver cómo están estos padres religiosos, pues con saber cuánto más cargados estaban y están ahora y constarles por escrituras firmadas del virrey y de ellos mismos, dicen lo que ahí va y que los vuelvan como estaban para que puedan hacer sus mangas como hasta aquí. Tengo cuentas de pueblos, y en algunas he hallado más de 8,000 pesos gastados en 26 meses por frailes en sólo un monasterio de cuatro o cinco de éstos. En otros monasterios han gastado de 1,000, 1,500 y 2,000 pesos por año, y en otros más, sin haber podido ver ni averiguar. Dicen que les han quitado su patrimonio. No pasa tal, sino es que todos los pobres se han mandado dar tierras en que puedan labrar sin que paguen cosa alguna por ellas, y es de creer que teniéndolas no irán a labrar las ajenas si no se los pagaren. Y ésta es una de las cosas en que mayor bien se hace, ni puede hacer a esta tierra. Si a esto llaman quitar patrimonios, dicen verdad, pero es quitar tiranía, que no han querido los principales dar tierra a los pobres, aunque estaban sobradas e incultas, por forzarlos a que labrasen las suyas y les han robado, y roban.3


El dolo y la mendacidad con que trata el visitador este asunto no pueden ser mayores. Quienes más explotaban a los indios fueron los encomenderos y las autoridades, pero esto tiene buen cuidado en callarlo Valderrama. Las quejas por invasión de las tierras de los indios fueron constantes y continuas, mas las autoridades civiles hicieron oídos sordos a las apelaciones.

En varias ocasiones menciona el visitador que los indígenas estaban contentos en el desempeño de su misión y que el alza de los tributos que vino a imponer no les afectaba en manera alguna, puesto que en su “infidelidad” pagaban mayores cantidades a sus señores y principales. De cuando en cuando se descuida y saca a relucir las consignas reales que trajo y sus aviesas intenciones, como se desprende del informe enviado a la Corona el 18 de agosto de 1564. Comenta que el gobernador de México hizo reunir a los principales de los barrios para recaudar los tributos, pero se juntó demasiada gente para protestar por ello. Bastó este hecho para que fueran capturados y encarcelados unos cuarenta o cincuenta indígenas. No paró aquí la cosa, pues otros barrios se alborotaron también, y se metió en prisión entonces a otros doce o quince individuos. A todos ellos, según el informe, se les dieron “doscientos azotes” en plena calle y en presencia de los moradores de la ciudad, además de trasquilarlos; otros fueron enviados a trabajar en las minas. Lo que más dolió a Valderrama fue que “...un dominico, hombre sin letras [sic] y poco discreto... dijo otras muchas cosas bien impertinentes a que estuvieran mejor calladas”. Después se quejó así:


Estos naturales, cuarenta o cincuenta años ha eran señores de estas tierras. Venimos nosotros a ellas. Diéronnos sus tierras; hiciéronnos casas adonde nos defendiésemos del frío y del calor, y sobre esto les piden ahora tributo, porque éste no es tributo, y lo que es peor, que porque no sufren el yugo los azotan y trasquilan y los echan a las minas. De creer es que quien esto dice en púlpito y a mí lo que tengo por otras escrito a Vuestra Majestad que les debe decir a ellos y más, y que justamente se puede creer que les aconsejarán que se levanten si el pensar que no han de salir con ello no los estorba; y Dios me es testigo que lo pienso así.4


Veamos cómo narra lo ocurrido a quienes se atrevieron a protestar por los impuestos o tributos que tenían que pagar: “...sacáronlos todos juntos por las calles y les dieron 200 azotes y trasquiláronlos y a los más culpados condenaron a servicio de minas por cinco años, y a los demás a servir en esta ciudad con hierros por dos años. Está todo sosegado y lo estuviera si no hubiera quien lo meneara”.5 Sobran los comentarios respecto al sentido que de la justicia y del buen trato a los indios tenía el lacayo de Felipe II, y a la imposibilidad de que no se mostraran temerosos los indios y no estuvieran más del lado de los frailes si éstos eran los únicos que desde los púlpitos los defendían de las injusticias que a diario se cometían contra ellos. Gerónimo de Valderrama no desperdició ocasión de influir en el ánimo del rey para quitar poder a los frailes, quienes, según se desprende del citado documento, incluso incitaron a los indios a rebelarse en contra de los españoles y de la Corona. El cargo debió pesar bastante en el monarca, máxime cuando su sirviente le aconseja que la catequización se haga por conducto de clérigos, de quienes opina así: “tendrán más doctrina, porque teniendo un clérigo un beneficio en propiedad, con no mucho estipendio se contentará. Los frailes han sido muy costosos. Creo que han trabajado lo que han podido, pero han embarazado más de lo que pueden gobernar sin querer obligarse como curas ni tampoco que el que lo es ponga ministros”.6

Las insinuaciones de que los frailes están de más en la Nueva España son claras y constantes, y es más que probable que el monarca las haya tomado muy en cuenta para normar su actitud y menoscabar la actuación de los evangelizadores. Desgraciadamente poco o nada se ha investigado este asunto que contribuyó al fracaso de las órdenes mendicantes en la Nueva España y, en cierto modo, a malograr la educación del indígena en general. Para que se vea lo maléfico de la visita de Valderrama, copiamos otro documento incluido en la recopilación de informes del visitador:


Relación de lo que rentaban a su Majestad ciertos pueblos de los que están en su Real Corona de esta Nueva España, antes de que viniese a ella el licenciado Valderrama, y de lo que rentan por la tasación que les está hecha, en la cual van comprendidos todos los pueblos que se han contado y tasado desde que vino el dicho licenciado hasta fines del mes de febrero de 1565:


Pesos de oro común Hanegas de maíz

Solían rentar 30,092 pesos 48,418

Rentan ahora 161,423 pesos 83,067

Monta lo acrecentado 131,331 pesos 34,649


En el siguiente documento se da la: “Relación del dinero que se ha enviado a su Majestad de la caja de México” a partir del año de 1557 a 1565, suma la cantidad de 1.484,947 ducados.7


Los datos anteriores hablan por sí solos para mostrar que el principal interés de la Corona española era obtener más y más dinero para Felipe II y justifican la actuación del visitador Gerónimo de Valderrama, coludido con el arzobispo Alonso de Montúfar, como se advierte por lo siguiente:


El arzobispo –dice Valderrama– anda fuera visitando y me escribió que en un solo pueblo que se llama Atempa [sic], que debe tener cinco o seis mil vecinos, había bautizado más de 3,300 adultos, sin los que se iban descubriendo cada día. Tiénenle a cargo frailes agustinos, y aunque parezcan en esto descuidados no lo han sido en hacerlos trabajar en la Iglesia y Monasterio, y así, en no muchos años lo han hecho más suntuoso que ninguno de los que tienen en ese reino, así como de edificio como de ornamentos y plata, para tres o cuatro frailes que en é1 residen y están tan descuidados de parecerles que hay en esto escrúpulo que recibe el hombre con mucha pena.8


El pueblo al que se refiere el visitador debe ser Actopan, y con todo lo grande y suntuoso que pudiera haber sido nunca se podrá comparar el mejor monasterio mexicano con alguno de los españoles; lo importante era poner en entredicho a los frailes y desprestigiarlos a toda costa.

En el Códice Mendieta hay una correspondencia interesante sostenida entre fray Gerónimo de Mendieta y el virrey Martín Enríquez de Almanza. Ignoramos qué habrá ocurrido antes de la primera carta que allí aparece. En ella el virrey se queja de que el religioso no le ha escrito durante dos años. Responde el fraile que se ha debido a sus ocupaciones. Vuelve a insistir Enríquez y a la cuarta ocasión en que le pide que le informe la causa de su silencio, con el aparente disgusto que esa insistencia provoca en el ánimo del franciscano, respetuosa­mente se abre de capa y le escribe lo que sigue:


me pesa el trabajo en que ponen a Vuestra Excelencia de tan larga peregrinación con la edad que tiene [Enríquez ha sido nombrado para ocupar el virreinato del Perú] que era más para descansar y aparejarse para el viaje al cielo, que para ponerse en nuevas dificultades del cuerpo y del espíritu: plega a Dios Nuestro Señor sea más para mérito y argumento de gracia y de gloria. Hame parecido que pues Vuestra Excelencia ya no podrá remediar los daños particulares que yo tenía apuntados, no es justo darle pesadumbre con hacer largo proceso de ellos: solamente representaré aquí una generalidad en que se incluye lo principal del daño pasado y del remedio que para lo adelante se podría dar, por el deseo de que como fiel capellán de Vuestra Excelencia tengo de ver su ánima descargada de una onerosísima carga en que todo el mundo le condena, y le condenarán los que vinieren de aquí al juicio, si por ventura se acaban los indios de la Nueva España, como ya van camino, porque toda la culpa de esta inhumanidad han de imputar a Vuestra Excelencia, por causa de la gran prisa que en tiempo de su gobernación se les ha dado en sacarlos con violencia lejos de sus casas, para minas y sementeras, y otros servicios de los españoles, a que ellos por ninguna ley divina ni humana están obligados; mayormente habiendo tenido estos años ordinarias pestilencias, que era suficientísima causa para no salir de sus pueblos, sino curar sus enfermedades, hijos, mujeres y deudos, y para cultivar sus sementeras para sustentarse y para pagar sus tributos... así que, Señor Muy Excelente, éste es el daño que ha hecho, que no se puede dejar de confesar ser agravio y vejación manifiesta... la única excusa que Vuestra Excelencia para esto tiene es, por una parte, la continua importunidad de los españoles, mineros y labradores y otros, que todos a una voz piden el servicio barato de los indios de repartimientos, y, por otra parte, la voz que según dicen clama sin cesar del Consejo de Su Majestad que no suena almas, almas, cristiandad, cristiandad, Dios, Dios, sino dinero, dinero, moneda, moneda, que es harto de llorar con lágrimas de sangre.9


¿Qué es lo que pensó el virrey Enríquez de Almanza acerca de esta acusación tan grave para su conciencia?... No lo sabemos, pues esta carta le fue dirigida el día 19 de septiembre de 1580 y ya no hay respuesta a ella, tal vez porque ya estaba en camino hacia el virreinato del Perú. Pero la información que proporciona Mendieta –que fue un apasionado defensor de su orden y del indígena ante las injusticias que sufrió a manos de los españoles– muestra parte de los problemas que debieron afrontar los religiosos y los aborígenes al estar los poderes civiles y religiosos seculares confabulados para hacer fracasar las tareas de los evangelizadores y la civilización del indio.

Los designios de la Corona se cumplirían paulatinamente, pues cada vez fue mayor el número de clérigos que, protegidos por los obispos y el arzobispo así como por los virreyes, se irían apoderando de los conventos y de los pueblos controlados por los misioneros. Los frailes replegaban sus fuerzas, acosados cada vez más por civiles y eclesiásticos. Abandonados los indios, y ante la ineptitud de los curas, volvieron a sus prácticas religiosas ancestrales o al ritualismo extrovertido en el que todavía vegetan buena parte de ellos.

El movimiento civilizador que iniciaron los frailes y que se prolongó apuradamente hasta finales del siglo xvi, o tal vez hasta principios del siguiente, se puede considerar abortado. No tanto porque hayan fallado aquellos hombres que se entregaron al indio, sino por el cúmulo de circunstancias adversas a las que tuvieron que enfrentarse, que incluyen pugnas entre sí mismos en varias ocasiones. Hombres más poderosos sabotearon su actuación que había empezado a rendir tantos frutos. Celosas de los privilegios que se habían concedido a las órdenes religiosas, las autoridades reales y las del virreinato provocaron disturbios entre aquéllas se las acusó de multitud de hechos que no habían cometido y se exageraron los defectos que habían cometido. La labor de hombres insignes como Valencia, Motolinía, Sahagún, Olmos, Las Casas, Mendieta, Molina, Gante, Valadés, de la Veracruz, Roa, Sevilla, Olarte, Cruzate y tantos más sepultados en el olvido o en el recuerdo de unos cuantos quedó deshecha. Sin embargo, algunos de los frutos obtenidos por ellos, y especialmente el arte salido de las manos de los indios que tanto amaron no murieron; eso es lo que estudiaremos ahora.

1 Cartas del licenciado Valderrama, p. 69.

2 Ibid., p. 196.

3 Ibid., p. 146.

4 Ibid., p. 167.

5 Idem.

6 Ibid., p. 162.

7 Ibid., p. 278.

8 Ibid., pp. 162-163.

9 Códice Mendieta, pp. 218-224, 225s.


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Pagina del Pigmento Azul Maya por Constantino Reyes-Valerio