ESENCIA DEL ARTE INDOCRISTIANO. LOS FRAILES Y SU CONCEPTO DE LA BELLEZA
La historia de los estilos, siempre preocupada por los elementos formales del arte, no puede dar una respuesta satisfactoria a nuestra pregunta, sus términos de referencia sólo permiten juicios basados en el gusto personal, de escaso valor en la investigación histórica. No habrá progreso posible mientras consideremos el problema estilístico desde el punto de vista formal, como aún se sigue haciendo en la mayoría de las historias del arte y mientras continuemos estudiando el desarrollo de los estilos aisladamente, sin conexión con otros aspectos del desarrollo histórico. Debemos ir más allá de la historia de los estilos y razonar más profundamente la respuesta.
Frederick Antal, El mundo florentino.
Por su importancia y por sus características, tan aparentemente alejadas de los cánones artísticos, el arte ejecutado en el siglo xvi en buena parte de los conventos y templos novohispanos ha atraído la atención de diversos historiadores tanto mexicanos como extranjeros. Unos y otros han buscado la explicación del porqué de ciertos aspectos. Entre los más importantes se pueden mencionar a Manuel Toussaint, Luis Mac Gregor, José Moreno Villa, George Kubler, Diego Angulo, Enrique Marco Dorta, Alfred Neumeyer, John McAndrew, Elisa Vargaslugo, Graziano Gasparini, Ilmar Lucs y algún otro que se nos escapa de momento.
Pero ninguno influyó tanto como Moreno Villa cuando, a consecuencia de sus reflexiones y del influjo de las ideas de Mac Gregor, emitió una teoría con la cual pensó que había resuelto parte del asunto del arte del siglo xvi. Sus conceptos, revolucionarios para la época, corrieron con inmensa fortuna pues fueron aceptados sin discusión por quienes estudiaban la producción artística de dicho periodo, y aun se hicieron extensivos las obras de los dos siglos siguientes. En su entusiasmo por el estudio de la escultura mexicana, Moreno Villa creó un término que parecía, en efecto, explicar cuanto se hallaba escondido en las formas artísticas producidas por el indígena. Así, apareció su libro La escultura colonial mexicana, publicado en 1942.
Dado el enorme interés que despertó esta obra y el influjo que tuvo en los escritores posteriores a él, vamos a entresacar y comentar los principales párrafos donde el autor español expuso su pensamiento, así como a señalar las deficiencias o los errores en que incurrió.
La escultura colonial y religiosa de México dice Moreno Villa presenta más interés que la de otra provincia española, por dos motivos esenciales, geográfico el uno y etnográfico el otro. La enorme distancia de la península [Ibérica] y la diferencia absoluta de las gentes que poblaban esta Nueva España tuvieron que originar productos muy peculiares o, a lo menos, muy especialmente matizados. No se ha hecho su historia. Mi estudio recae sobre un abundante repertorio más que sobre una estructura. Pero al manejarlo he ido descubriendo ciertos nexos, y sobre todo ciertas notas diferenciales o de analogía. 1
El planteamiento de Moreno Villa busca, por primera vez, una explicación a los problemas existentes en torno a una expresión que se salía de lo acostumbrado, porque sus cánones estaban en abierta contraposición a lo que la gente consideraba entonces como arte bien hecho. Cabe preguntarse, sin embargo, si el mero alejamiento de España era suficiente razón para marcar una diferencia en la producción artística, o si en realidad los indios eran en verdad absolutamente diferentes a los europeos en lo fisiológico y en lo mental, para determinar ya una separación entre lo novohispano y lo europeo.
El autor prosigue de esta manera:
Las razas indígenas que a partir de la conquista iban a variar de creencias y a modelar imágenes muy distintas a las suyas tradicionales tenían, cuando la invasión, diferentes estilos y grados de refinamiento, pero podemos observar como nota común a todos, que apenas se salen del bloque; que no prestan atención a las bellas proporciones del cuerpo humano; que modelan formas chaparras, sólidas y conceptuales. Símbolos e ídolos. Y que junto a la escultura trágica cultivan la humorística, francamente grotesca.2
El cambio de religión fue un factor fundamental al que es totalmente indiferente el autor y ni se percató de ello, ya que para él lo más importante se reducía a la similitud de un status social. En cuanto a la existencia de los grados de refinamiento, eso es un hecho y nada hay que agregar, pero considero que los conceptos de Moreno Villa no se apegan ni a la verdad ni a la realidad. En cuanto a la existencia de estilos, hasta el momento (cincuenta años después) no se han definido todavía y sólo se puede hablar de arte olmeca, zapoteca, teotihuacano, maya, mixteca, mexica y otros, a pesar de que se han realizado investigaciones sistematizadas. A este respecto todavía siguen siendo válidas las palabras de Beatriz de la Fuente: ¿Cómo es posible que se definan estilos, se interpreten simbologías, o se establezcan cualidades artísticas, cuando no se han estudiado en particular y en conjunto tales obras de arte?3
Por otra parte, es evidente el tono peyorativo con que Moreno Villa se expresa acerca del arte prehispánico y sus opiniones reflejan el criterio de esa época, aunque sea injustificado desde cualquier punto de vista. El arte de Mesoamérica el plenamente mesoamericano cuando menos es el arte de una civilización lejos ya del arte primitivo en que la Europa de siglos pasados lo había catalogado,4 afirma con toda razón Ignacio Bernal; y éste es el criterio actual en la historia del arte, aunque todavía quedan por allí críticos que siguen pensando en el dogma de lo clásico para juzgar las obras artísticas mexicanas, opinión que sólo contribuye a crear confusiones y a dejar de lado las cuestiones fundamentales. El arte de Mesoamérica fue un arte de extraordinaria sensibilidad, de actividad creadora constante. Fue expresión de un mundo lleno de vitalidad; en cada obra se advierte un trasmundo filosófico y el testimonio de la lucha permanente del hombre que se inserta en el cosmos, reflejando un sistema de vida propio, un concepto totalmente alejado de la sensibilidad grecolatina, a la cual no tuvo por qué apegarse de ninguna manera, como piensan y desean quienes juzgan sus obras o las del arte indocristiano.
El hecho de que los artistas prehispánicos y los indocristianos no hayan prestado atención a las bellas formas del cuerpo humano es una opinión ligera; se trata de dos civilizaciones totalmente diferentes y no cabe la comparación. A cada civilización le corresponde una serie de valores y sólo de acuerdo con ellos se puede juzgar sus obras. El hombre prehispánico, profundamente religioso, centraba su pensamiento en el ideal teocéntrico y sus dioses no estaban conformados a la medida humana como las deidades grecolatinas. Que su escultura haya sido trágica, grotesca o humorística no indica que debe pertenecer a un bloque del que no quiera o no pueda salirse, o del cual queramos nosotros extraerlo, o pretendamos incluirlo por medio de una crítica insustancial.
Permítasenos citar unas palabras de José Camón Aznar que reflejan nuestro modo de pensar:
La no esencialización de los rasgos expresivos con la obra de arte motiva esa crítica insuficiente que, hasta nuestros días, ha deformado la educación artística popular y que ha valorizado las obras de arte con un criterio de un primer plano mental. Los pacientes eruditos no se resignan a su papel importante, pero objetivo; y subidos sobre sus legajos dogmatizan sobre las excelencias o imperfecciones de la obra de arte. Las obras se califican de buenas o de malas. Y al margen de esta crítica tan pedante y tan absolutamente inadecuada a la estimación artística, quedan las mismas obras, inéditas, recluidas en su mundo expresivo, inabordables para el historiador. El criterio estimativo de los historiadores es doble: uno, cronológico; otro, técnico. Según el primero, es su inserción en el tiempo lo que hace señera o no a una creación artística. La falsedad de esta estimación procede de no admitir que en las obras de arte no hay soluciones, sino expresiones. En esta burda valoración positivista de las creaciones artísticas están inspirados nuestros mejores libros de Historia del Arte, y ella es la que ha conformado el gusto y las aficiones de nuestros jóvenes eruditos.5
El criterio sustentado por los historiadores del arte mexicano se ha basado precisamente en lo anotado en los párrafos anteriores. De esta manera, se compara la obra prehispánica y la indocristiana de acuerdo con las normas del arte clásico, del renacentista o del de la academia, y, como sus rasgos no concuerdan, tienen que ser malas; y también porque el aspecto técnico de las obras mexicanas muestra tantas desviaciones y deficiencias. No existe ajuste entre la realidad y el pretencioso ideal soñado.
Hace tiempo, Robert Collingwood escribió lo siguiente:
Muchos de los que escriben acerca del arte hoy en día parecen pensar que es una especie de habilidad manual [craft], y éste es el principal error en contra del cual debe luchar la moderna teoría estética. Aun aquellos que no aceptan abiertamente el equívoco en sí mismo admiten las doctrinas implicadas al respecto [Una de ellas es la de la técnica artística, que puede expresarse del siguiente modo...] el artista debe tener cierta habilidad que se llama técnica. Adquiere esta destreza tal y como lo hace el artesano, en parte a través de experiencia personal, y en parte al compartir la experiencia de otros que se convierten en sus maestros. Pero la habilidad que así alcanza no lo hace artista, porque el técnico se hace, mas el artista nace. El poder creador puede producir excelentes obras de arte aunque la técnica sea defectuosa; más aún, la técnica más refinada no producirá una obra de arte en ausencia de aquél.6
Nadie puede dudar de que tanto en el arte prehispánico como en el indocristiano y el cristiano europeo de ciertas épocas hay ese poder creador, aunque la técnica adolezca de algunos defectos.
Al estudiar Moreno Villa las esculturas de las obras conventuales, ya era influido por las ideas de Luis Mac Gregor expresadas en 1935, que es necesario citar junto con las propias palabras del crítico español:
Hay en un estudio del señor Luis MacGregor unos párrafos de gran interés para este asunto. Dicen así: En México interviene un factor más de acuerdo con la técnica indígena de labrar la piedra, muchos ornatos son planos, recortados en siluetas, con poco relieve, tratamiento que coincide con ciertas realizaciones moriscas. Además, en determinadas fachadas en juego con elementos platerescos importados se mezclan jeroglíficos y signos netamente aborígenes, y, en muchos casos, los ornatos provienen de la flora y de la fauna americana. Todo este párrafo es cierto y de una capital importancia para ir en busca del nombre propio de esa manera o técnica plana y recortada que, además, mezcla elementos indígenas como los jeroglíficos, con los elementos góticos y renacientes, es decir, importados.7
No es difícil advertir que ambos autores se equivocaron por la debilidad de su razonamiento y su desconocimiento de otras obras en las que se manifiestan todas las características señaladas por MacGregor y Moreno Villa. Su fundamento analítico reside en el aspecto técnico, es decir en el rendimiento de la mano indígena al labrar la piedra y que, además, supuestamente coincide con ciertas realizaciones moriscas. Esto último dio pie para la siguiente opinión de Moreno Villa:
Al contacto con las diferentes razas surge un conato de estilo que, por analogía con el mudéjar, llamo tequitqui. Lo tequitqui se manifiesta, sobre todo en la cantería, en los relieves en piedra. No en balde fue de piedra la gran escultura precortesiana. Y su trabajo es tan lineal que recuerda los grabados en madera de las arquetas bizantinas y románicas. Ejemplos en Huaquechula y Tepoztlán. Es interesante comparar estos relieves con las pinturas al fresco, lineales también, de los conventos contemporáneos. En éstas las proporciones son clásicas y los contornos flexibles, mientras que en aquéllos son primitivas las proporciones y muy duros los contornos.8
La explicación propuesta por el autor es de carácter puramente formalista y contradictoria al asignar, por ejemplo, carácter lineal a los murales conventuales, aunque considera que tienen proporciones clásicas. El solo hecho de unirse o de mezclarse dos o más razas no aclara nada y resulta necesario tomar en cuenta otros factores tan importantes como la pérdida de la religión. Al cambiar la iconografía, es posible que la técnica siga siendo la misma. Que esta técnica pudiera coincidir circunstancial o fortuitamente con una europea como la mudéjar no explica nada, porque el mismo argumento puede usarse respecto a otras técnicas.
Por otra parte, no hay tal coincidencia con lo mudéjar, como lo creyeron Mac Gregor y Moreno Villa; existe mayor parentesco, por ejemplo, con las obras del arte de las peregrinaciones a Santiago de Compostela realizadas durante el periodo prerrománico y el románico, y en esto habrá que incluir los monumentos franceses, italianos, alemanes y varios más. Lo seductor y fundamental para Moreno Villa fue que, como el árabe sojuzgado era tributario de los reyes españoles y el indio vasallo lo era también de la Corona, los unía la misma circunstancia economicopolítica. Como tal situación se denota por medio del término tequitqui, su proposición era cierta y, por lo tanto, definitiva.
Al analizar José Moreno Villa el término tequitqui, afirma, de manera demasiado simplista:
Para inventar el término tequitqui hemos de tener presente en primer lugar lo que significa la voz árabe mudéjar (Mudechan). Significa tributario. El hombre mudéjar era el mahometano que sin cambiar de religión quedaba por vasallo de los reyes cristianos durante la Reconquista. Vasallos y tributarios fueron aquí los indios. ¿Por qué no buscar la palabra equivalente en azteca y bautizar con ella, como se hizo allá, a las obras que presentan rasgos de esa especialísima amalgama de estilos? La cuestión no es indiferente. A cada cosa hay que llamarla por su nombre si queremos entendernos. Y a lo de México no se le puede llamar mudéjar aunque concuerde con ese modo hispánico en ser una interpretación de diversos estilos, según su tradición propia y su modo de labrar. Yo propongo la antigua voz mexicana tequitqui, o sea, tributario. E invito a los conocedores de lenguas aborígenes a elegir otra mejor. 9
Las palabras anteriores son en extremos sugerentes aunque no ciertas en manera alguna, y tal vez por eso nadie osó rehusarlas. El reto propuesto por Moreno Villa cayó en el vacío y nadie trató de buscar otra palabra, quizás por desconocer la lengua náhuatl y porque se consideró resuelto el asunto. Pero su fuerza reside, por sobre todo, en la originalidad del estudio. Sin embargo, no bastan la buena fe y el entusiasmo para calificar un hecho; por el contrario, es necesario el rigor científico en todo análisis para captar ciertas sutilezas que transforman el estado de una cosa o de un examen cuya esencia se encuentra más allá de la superficie que percibimos, y a la cual nos concretamos. De esta manera, subrayo, Moreno Villa no le dio importancia al cambio de religión; para él lo fundamental fue que el mudéjar y el indígena fueron tributarios, y sobre este pivote inconsistente giró todo su examen.
Hubo, en efecto, en la Nueva España, un contacto entre gente totalmente disímbola, pero mientras que en España el árabe aportó buen número de formas de su propio repertorio sin que fuese hostilizado por ello y ejecutado con su propia técnica, aquí la contribución del indio fue exigua. Sus formas arquitectónicas fueron rechazadas porque sus normas no satisfacían las necesidades funcionales de la tradición europea. Tampoco podían aceptarse las formas decorativas, puesto que obedecían a un concepto distinto del peninsular, aparte de que muchas de ellas, en especial las correspondientes a las deidades, chocaban con la mentalidad española, por que veía en ellas una manifestación demoniaca. La inclusión de unos cuantos motivos prehispánicos fue por igual reducida si se compara con los mudéjares. En cuanto a la técnica del esculpido, es ligeramente parecida, aunque no es lo mismo trabajar el yeso o el estuco que la piedra.
Valiéndonos del mismo argumento que aplica Moreno Villa, estamos autorizados ya para comparar tanto el trabajo de los artistas mudéjares y de los indocristianos con la escultura de otros pueblos. En ellos vamos a encontrar, sin lugar a dudas, una semejanza técnica extraordinaria más cercana todavía a la prehispánica y a la indocristiana que la que presentan los mudéjares, de modo que a cada cosa hay que llamarla con su propio nombre si queremos entendernos, como desea el autor, y a nadie se le ocurriría llamar tequitqui a las obras de arte de otros pueblos tan sólo porque coincidan en el esculpido plano, en la talla biselada, el recorte en silueta de las imágenes, las fallas anatómicas o las mezclas incoherentes de los estilos, etcétera.
El artista prehispánico, a lo largo de su historia, cultivó en efecto varios géneros en los que se aprecian diversos grados de refinamiento, al igual que ha ocurrido con el arte de todos los pueblos. En la escultura prehispánica hallaremos tanto el alto como el bajo relieve y el bulto redondo en obras donde se manifiesta su alto poder creador e inclusive con una habilidad que nada tiene de primitivismo, de dureza de contornos. Los valores de esta escultura son del todo diferentes y están de acuerdo con su propio momento cultural, con su reacción y su lucha ante la vida, con la mejor forma de resolver los problemas esenciales. Obsérvese el extraordinario trabajo realizado, sin instrumentos de hierro, sino por frotamiento de una piedra con otra y el empleo de abrasivos, en el Monumento 19 de La Venta, Tabasco (foto 13). El escultor olmeca supo expresar en forma magistral, por medio del bajo relieve, una serie de valores y de símbolos que nos son desconocidos todavía. ¿Y en qué forma se puede valorar un detalle del Dintel 26 de Yaxchilán (foto 14) esculpido un milenio después de la obra anterior? ¿O acaso es menor el valor de otra obra maestra de la escultura mexica (foto 15) que es la Piedra del Sol? ¿Las juzgaremos solamente por lo grotesco de la expresión, porque sus ornatos son planos, recortados en siluetas, con poco relieve, por su corte biselado, como dice Moreno Villa? No, de ninguna manera. Para juzgar estas obras es necesario situarse en el momento histórico de cada pueblo y calificarlo sin perder de vista el desarrollo vivencial de ese hombre y sin tomar en cuenta la supremacía de los valores de la escultura y de la pintura clásicas, o de la renacentista, como a cada paso sacan a relucir Moreno Villa y sus seguidores. Si tal criterio estaba justificado en tiempos del crítico español, hace medio siglo, no puede estarlo ahora por ningún concepto.
Por otra parte, es verdad que el indio era tributario de la Corona española. Pero lo había sido ya de sus propios gobernantes, de manera que lo mismo le daba pagarle a un amo que al otro, pero existe gran diferencia entre conservar la propia religión, como le ocurrió al mahometano, que verse obligado duramente a olvidarla para aceptar una creencia extraña. El influjo de este cambio de religión fue brutal para el indio, con todo y la bondad que pudieron practicar los frailes, ya que por necesidad tenía que influir decisivamente en su conciencia y en su comportamiento. No en vano dijo fray Gerónimo de Mendieta que los indígenas andaban como espantados de la guerra pasada y de las muertes de los suyos. Pero más que de la guerra y de la muerte lo estaban por la situación psicológica en que se vieron sumergidos de pronto, a causa de los cambios religiosos y sociopolíticos que ocurrieron con las conquistas armada y espiritual. No podemos, pues, considerar análogos dos hechos que fueron diferentes y mucho menos calificarlos del mismo modo, como ocurre al utilizar con superficialidad la palabra tequitqui que, incluso, envuelve cierto carácter racista, como algunos han indicado.
El escultor indígena prosigue Moreno Villa introduce en las imágenes católicas algún símbolo idolátrico, por atavismo o por si acaso, como he oído decir. Tal costumbre se ve todavía en figuras del siglo xviii.10 Tanto MacGregor como Toussaint, García Granados y Angulo Íñiguez habían señalado ya la inclusión de algunos glifos de origen prehispánico en la escultura conventual, bastante visibles a simple vista, como los espejos de obsidiana en algunas cruces de atrio, como las de Ciudad Hidalgo y de San Felipe de los Alzates, o el glifo de la palabra en la portada lateral de Coixtlahuaca, aunque existen muchos más; de ellos hablaremos en un capítulo posterior. Pero debemos señalar que no tienen el mismo valor los incluidos en el siglo xvi que los de dos centurias posteriores, si es que los hay, como dice el autor.
Los símbolos indígenas ejecutados en el periodo de la evangelización novohispana son una consecuencia natural, mejor diríamos esencial del desarrollo sociohistórico, pues las tradiciones ancestrales estaban plenamente vigentes en el siglo xvi, y gran parte de los esfuerzos de los misioneros para desterrar la idolatría de sus feligreses fueron vanos. De aquí que surgieran brotes idolátricos en distintas zonas del país, de los cuales dan cuenta algunos de los cronistas tan fidedignos, como Sahagún. Por otra parte, conforme fue coartado el esfuerzo de los evangelizadores a consecuencia de los ataques ordenados por la Corona a los curas, obispos, arzobispos, virreyes y visitadores, el indio fue abandonado poco a poco hasta quedar en segundo término en los siglos siguientes, postergamiento que continúa hasta hoy. Las tradiciones indígenas, aunque no se podían olvidar del todo, fueron también perdiendo fuerza y mezclándose con las tradiciones cristianas para formar un hibridismo religioso todavía practicado en nuestros días por un núcleo importante de la población.
De manera que hay poco fundamento para decir que el arte barroco de los siglos xvii y xviii presenta motivos religiosos prehispánicos (aunque pueden encontrarse esporádicamente), sobre todo si se piensa que aún en el siglo de la Conquista la cantidad de signos y símbolos no es tan abundante como podría esperarse, aunque el número de los que hemos hallado es importante. Es posible incluso que el número sea mayor, pero a veces no somos capaces de distinguir un diseño europeo de una expresión simbólica mesoamericana debido a la semejanza que puede haber entre ambos.
Preocupado, con toda razón, Moreno Villa continuó sus estudios, y en 1948 publicó otro libro en el que reafirma sus ideas anteriores y recalca que En todos estos conventos del siglo xvi encontramos esa extraña mezcla de estilos pertenecientes a tres épocas: románica, gótica y renacimiento que se manifiesta en lo tequitqui. Mezcla que dota de intemporalidad a los monumentos, de anacronismo. Por esto cabe hacer esta afirmación rotunda: todo lo tequitqui es anacrónico, parece nacido fuera del tiempo, sin tenerle en cuenta por lo menos.11
Es cierto que en buena parte de las obras conventuales hay una mezcla de estilos ya pasados de moda en Europa, incluso en España. Pero debemos preguntarnos a qué se debe esa amalgama y hasta qué grado fue el indio responsable de este hecho anacrónico, que, por otra parte, es precisamente el que imprime cierto encanto a las obras mexicanas ¿Fue el indio responsable de esa combinación de estilos europeos decadentes, de ese anacronismo que tan a la ligera se le atribuye y se pretende hacernos creer?
Desde luego que no, porque su preparación intelectual fue distinta y ajena a estos lineamientos dentro de los cuales pretendemos encerrarlo. Sus conocimientos no pudieron permitirle saber qué es lo que estaba haciendo en materia de estilos, pues no hubo escuela en la que pudiera haberlo aprendido, y todavía menos podían interesarle. Y si el indio no sabía tuvo que existir un responsable, y quién más que el fraile que, hurgando en sus libros cotidianos o en los de las exiguas bibliotecas conventuales, halló los modelos que debía ejecutar el indígena. Pero el fraile tampoco tenía siempre la capacidad para saber qué estilo estaba implícito en el grabado o grabados que consideró adecuados para exornar una portada, una cruz, un claustro o una ventana. Y cuando un grabado no le resultó suficiente recurrió a combinar dos o más, como ocurre en varios edificios; por ejemplo, en la capilla abierta de Tlalmanalco donde, como es fácil advertirlo, las pilastras del arco central no son simétricas sino que fueron esculpidas siguiendo más de dos grabados (foto 45), y como éste hay otros casos. De manera que tal es el origen y la explicación lógica de esa extraña mezcla de estilos esculpida y también pintada a lo largo del siglo xvi y de los anacronismos a que alude Moreno Villa.
Es así como nacieron esas obras fuera del tiempo, y otras han surgido no solamente en México sino en otras partes, porque el arcaísmo es algo natural en el mundo del arte, especialmente en el arte cristiano que nació sin antecedentes propios y se fue formando con el caudal artístico de Oriente y Occidente, a partir del siglo ii. El Renacimiento mismo es otro ejemplo pleno de anacronismos, pues los artistas recurrieron a las arcaicas formas arquitectónicas y a la decoración del mundo grecolatino para conformar su propio estilo, de manera que es tan rotundamente anacrónico como nuestro arte, como cualquier otro que toma prestados diseños creados previamente.
En su sincero y entusiasta deseo de explicar eso que llamó tequitqui, Moreno Villa asienta en otra parte de su estudio: En los periodos y regiones en que faltan maestros europeos o formados por ellos, la mano indígena vuelve por sus fueros y ejecuta obras de estilo tequitqui.12 Cabe preguntarse si esto fue posible. Si en verdad hubo maestros que hayan formado a los indígenas de la misma manera que era corriente en Europa, o si fueron europeos los que hicieron el gran número de obras mexicanas que analizamos. Dadas las condiciones en que se desarrolló la campaña constructiva de los frailes, esto no parece posible, porque ¿cuáles fueron esas obras ejecutadas por los maestros extranjeros y, sobre todo, dónde está la documentación que pueda probarlo? Porque es bastante fácil decir las cosas o aquello que creemos que es cierto, sin aportar prueba alguna. Mas basta recorrer el panorama de los edificios franciscanos, dominicos y agustinos para convencerse de que son raras las obras que se les pudieran atribuir, tentativamente desde luego: ¿fachadas de Acolman, Actopan, Itzmiquilpan, Tecali, Capilla Abierta de Teposcolula, Cuilapan, Zacatlán, Ucareo? En cambio, el grueso de los edificios de las órdenes mendicantes proviene con toda seguridad de la mano indígena y de la dirección de los frailes. En el profundo estudio realizado por George Kubler, todavía no superado, con toda razón éste afirma que Hay razones de peso para pensar en que [la dirección técnica de los conventos] fue asumida íntegramente por los miembros de las órdenes mendicantes de franciscanos, dominicos y agustinos. Donde quiera que hubo construcción se debe pensar en la intervención directa de los frailes. Que haya ocurrido lo contrario, es inadmisible. La complejidad y la magnitud de las tareas no pudieron sino residir en los misioneros.13
Por otra parte, en la primera mitad del siglo xvi hubo muy pocos arquitectos llegados de España y es casi seguro que tuvieron gran trabajo al ocuparse primordialmente de las casas necesarias para los conquistadores y en alguna de las catedrales que se iniciaron en ese periodo, así como de los primitivos conventos de la ciudad de México. Es factible que alguno de estos alarifes ayudara a los frailes en la planeación de algún convento, pero atribuirles un tiempo completo en la dirección de los ciento sesenta edificios que se construyeron en los pueblos antes de 1560 es una cuestión no probada hasta el presente, de acuerdo con la certidumbre aportada por los documentos históricos. Los conventos mexicanos, dentro de ciertos límites, tampoco varían mucho de uno a otro, pues casi todos tienen los mismos planos de construcción (foto 9), de manera que no era imposible que algunos frailes se hicieran cargo de las obras, sin que fuese necesario recurrir a un arquitecto. Obsérvese, por ejemplo, el extremado grosor de los muros de los templos, lo cual revela quizá la poca pericia y el temor de que se vinieran abajo, como ocurrió en varios casos, especialmente en los franciscanos, que son los más antiguos y algunos de los más derruidos, como Tecamachalco, Atlihuetzia, Totimehuacán, Tepeaca, Tepeyanco, Jiutepec y Cuauhtinchan, entre otros más, por ejemplo.
Por otra parte, se olvida también que el indígena tenía bastante experiencia para manejar grandes masas, aunque los muros de sus edificios nunca fueron demasiado altos, y como el fraile tampoco era un arquitecto calificado, la construcción se hizo tal vez a base de prueba y error. También es cierto que se cambiaron unos cuantos monasterios, que se hicieron modificaciones en otros, o se agregaron ciertas fachadas posteriormente, pero esto no indica que todos se hayan cambiado ni modificado desde sus cimientos, salvo algunas excepciones, siendo Huejotzingo el convento más importante.
Respecto a la escultura, es todavía menos probable que los misioneros tuviesen experiencia y, aun cuando en las escuelas de San José de los Naturales y de Tiripitío se enseñó a los jóvenes la práctica de algunos oficios, no era de esperar que saliesen de allí consumados escultores ante la falta de quien les enseñara los menesteres del oficio a la manera europea, y mucho menos que aprendiesen a distinguir estilos que, por otra parte, tampoco hacían falta para ejecutar las obras escultóricas de los conventos y templos de la Nueva España de aquella época.
Motolinía, Mendieta y Torquemada refieren cómo los maestros europeos se cuidaban de no enseñar al indio los secretos de su arte, para que no se convirtieran en sus competidores y vendieran sus productos a menor precio. Este asunto, que parece sin importancia, fue determinante en aquellos tiempos, y ayuda a comprender los hechos ocurridos. De manera que no es lógico pensar en la formación de escultores o pintores indígenas en la forma acostumbrada en Europa. El indio aprendía de modo subrepticio algunas técnicas, conocimientos que se agregaban a los que ya tenía; con este caudal rudimentario fue capaz de resolver los problemas que se iban presentando cotidianamente.
Lo planiforme y lo biselado, lo repetiremos, no son características exclusivas de los artistas prehispánicos y de los indocristianos, ni constituyen razón suficiente para pensar en la coincidencia con las realizaciones moriscas, puesto que los mismos rasgos aparecen en las obras artísticas de otros pueblos, hayan sido hechas éstas con instrumentos de hierro o de piedra.
Basta, para demostrarlo, observar algunas de las obras conservadas en los museos europeos, o bien las fachadas de edificios de los periodos merovingio, carolingio, prerrománico y aun del románico mismo. Características parecidas se manifiestan en diversas obras esculpidas de los pueblos mesopotámicos de Tel Halaf (foto 16), Mari, Uruk (foto 17), Lagash y Ur, obras cuya factura data de dos a tres mil años antes de nuestra era y que se conservan en los museos de Londres, París y Berlín, por ejemplo. Las figuras en bajo relieve inútil es decirlo presentan formas achaparradas y adolecen de graves defectos de composición; en ninguna de ellas se prestó atención a las bellas proporciones del cuerpo humano; son extremadamente planas, con talla biselada, como achaca el autor a los artistas indocristianos, cuyos detalles podrá observar el lector en los dos primeros ejemplos que se incluyen, aunque hay muchos más, así como en los que citaremos líneas adelante, en los que incluso hay esculturas francamente grotescas, como califica el autor las obras de los artistas indocristianos, cuyos detalle podrá observar el lector en estos y otras obras incluídas en este trabajo.
Están tan rudamente esculpidas que nada hay que nos impida clasificarlas dentro de eso que se quiere llamar, y se sigue llamando, tequitqui; pero, ¿estaríamos en lo justo o más bien, en lo cierto? De ninguna manera, pese a que la similitud con lo mexicano es extraordinaria. Frente a estas piezas la sensación de primitivismo, lejos de desviar nuestra atención, parece atraerla con mayor intensidad, haciéndonos pensar que los hombres que esculpieron tan bárbaramente estas obras, consideradas ya dentro del terreno del arte, tal vez experimentaron problemas socioeconómicos, políticos y tecnológicos muy cercanos a los que tuvieron los artistas indocristianos y los prehispánicos. Que sus obras carezcan de los atractivos indudables de la escultura clásica es secundario.
Pero no es necesario remontarse a épocas tan lejanas en el tiempo y en el espacio para captar esos rasgos primitivos tan palpables. En las catacumbas romanas el arte de los primeros tiempos está lleno de esos tímidos balbuceos que son muestra del conocimiento rudimentario del oficio propio de los hombres que las ejecutaron. En ellas se encuentra, igualmente, esa mezcla de estilos que habían muerto siglos atrás. Conforme pasó el tiempo, el arte cristiano de Occidente recurrió con frecuencia cada vez mayor a las formas de otros pueblos para conformar su propio caudal representativo: el árbol de la vida, los animales enfrentados del arte mesopotámico o los ángeles sosteniendo una guirnalda que podemos observar en algunos conventos mexicanos, por ejemplo en Huejotzingo, Puebla, Tlayacapan, Morelos y otros más. De origen oriental son también las palmetas y rosetas, los entrelaces e inclusive la disposición de algunos personajes que pasaron a través de Persia y de Bizancio, junto con otros motivos del arte clásico, hasta tierras occidentales para enriquecer la iconografía cristiana.
Más tarde, el arte copto de los siglos vi y vii ofrece ejemplos en los que no hay el menor asomo de la perfección clásica (foto 18). El arte visigodo ha dejado una muestra conmovedora en las figuras esculpidas en unas lápidas que se conservan en la pequeña iglesia de Quintanilla de las Viñas, cerca de Burgos, España (foto 19). El arte ramirense o asturiano, plasmado en San Miguel de Lillo (foto 20) o en Santa María de Naranco, ambos sitios en las colinas de Oviedo y a unos pasos uno del otro, ofrecen dos casos más de incalculable valor para mostrar y demostrar que los rasgos atribuidos por Moreno Villa como únicos y propios sólo del tequitqui, son insostenibles. ¡Y qué decir del magnífico tímpano de la portada lateral de la iglesita románica de Bosost, en el Valle de Arán, al norte de Lérida, España (foto 21), con la imagen de Jesús rodeado por las figuras de los evangelistas, obra en la cual están comprendidas todas y cada una de las características que se han considerado como exclusivas de lo tequitqui: lo grotesco, lo planiforme, las aberraciones anatómicas, en fin todo aquello que Moreno Villa ha achacado a las obras indocristianas de México! Cualquier ejemplo mudéjar palidecería ante estas obras tan ingenuas, pero sobre todo sinceras. No faltará quien se escandalice por considerar a Bosost como obra de arte. ¿Acaso debemos rechazarlas porque no son obras de arte, o son arte popular?
Es una lástima que Moreno Villa, influido por Mac Gregor, se haya fijado en lo mudéjar y se haya olvidado de estos espléndidos ejemplos de su tierra natal, que tan claramente muestran todos y cada uno de los defectos que señala a su tequitqui. Pero estas obras españolas no son las únicas en que se puede hallar esa expresión rústica tan ajena a las preocupaciones del arte bien hecho; también aparecen, por ejemplo, en Saint Benoit sur Loire (foto 22) o en la iglesia de Saint-Philibert de Tournous, para citar solamente dos ejemplos franceses entre los muchos que hay. Algo similar ocurrió en Irlanda, en Italia, en Suiza, en Alemania, así como en otros países. Después de observar estos ejemplos, nadie tendrá argumentos para negar que cualquiera de estas obras está más cerca de lo mexicano que los ejemplos mudéjares, de los cuales, curiosamente, Moreno Villa no mostró ningún ejemplar en sus dos libros. El parentesco técnico que tanto ha preocupado a ciertos historiadores y que el mencionado autor calificó como tequitqui es una cualidad del hombre, cualquiera que sea su nacionalidad, y se produce en determinadas condiciones de la existencia humana.
¿Qué nos impide catalogar todas estas obras dentro de lo tequitqui? ¿Se nos dirá que los respectivos ejecutantes no fueron tributarios, que no hay antecedentes prehispánicos o que no podemos compararlos por una razón u otra? ¿No hay algo común en todas estas obras que las hermana y que además se puede explicar?
En estas obras de arte, consagradas por la historia, con todo lo rudimentario que parezcan o sea su lenguaje expresivo, es innegable que, como dice Jacques Maritain, más allá del aspecto técnico hay un don natural [que] no es, sin embargo, más que una condición previa al arte, o si se quiere un esbozo (inchoatio naturalis) del hábito artístico. Esta disposición innata es evidentemente indispensable; pero sin una cultura y una disciplina que los antiguos querían que fuese larga y paciente, jamás pasará a ser arte propiamente dicho.14
Es obvio que todos los pueblos del mundo poseen su propia cultura y que ésta no tiene por qué coincidir o compararse con otras, si no existen condiciones de desarrollo más o menos similares que hagan posible esa equiparación. Está fuera de duda también que el arte prehispánico mesoamericano tuvo tras de sí un complejo disciplinario y cultural ampliamente desarrollado, del cual se conocen cada día mayores evidencias. El artista interpretaba en sus obras no sólo su propio concepto de la vida, su propia filosofía, su lucha constante en el mundo, sino también los de la sociedad de la que formaba parte integral. Cada obra prehispánica era pensada y sentida de manera honda por el sacerdote-artista que la ejecutaba; para eso era un sabio, un tlamatini, en posesión de todos los conocimientos disponibles en su tiempo y adquiridos tras larga y paciente tarea en la escuela y en la vida cotidiana.
Igual ocurrió con el arte creado a la sombra de los monasterios novohispanos, ya que fue una consecuencia no sólo de la cultura ancestral sino también de esa nueva forma de vida que se impuso y entró en conflicto con la anterior. Al chocar el indio y el español surgió una lucha entre el hombre que pugnaba por defender su vida y su mundo y el otro que imponía los suyos; pero aquél, más débil y menos desarrollado, acabó por sucumbir y ver cómo se alejaba todo lo que había amado tanto tiempo. El fraile, a su vez, observa cómo empieza a surgir un nuevo ser como producto de sus esfuerzos. En esta novedad queda latente ese lazo de unión entre el presente y el pasado que es común, en cierto grado, al hacer del hombre de otras latitudes, de otros tiempos; quizás porque el hombre es el mismo ser capaz de pensar y de sentir, de amar y de odiar; de llegar a concepciones idénticas o muy semejantes sin que medie relación alguna. ¿Qué de extraño tiene, entonces, que su actuación también coincida en determinadas épocas a pesar de que no haya el menor asomo de vinculación posible?
Por ello es que ese algo que hermana a ciertas obras podría explicarse por medio de un término que está de moda en nuestro lenguaje: el subdesarrollo. Subdesarrollo social y político, subdesarrollo económico y técnico. Pero la comparación de hechos diferentes en esencia es delicada. Por esto siempre es necesario estudiar aquellos aspectos ocurridos en torno al hombre y a su obra. Buscar el porqué y el cómo, la esencia y la vivencia, para poder llegar a una conclusión razonable en cuanto a ese hombre. Debemos examinar igualmente las concepciones peculiares de cada pueblo, de cada sociedad, para saber cuál es la tendencia general, cuáles son sus aspiraciones, su filosofía de vida, los valores que persigue, las luchas que libra, en suma toda esa serie de factores humanos que es necesario comprender para explicarse no sólo las obras de arte sino cualquier otro hecho que se analice.
Por esta razón si, como pensamos, existe un lazo que hermana nuestras obras con las de otros pueblos, separados en el tiempo y en el espacio, es factible que tanto los artistas novohispanos del siglo xvi como los creadores del arte mesopotámico, copto, visigodo, asturiano y prerrománico, por ejemplo, hayan vivido situaciones más o menos semejantes cuyo desenlace obedeció al desarrollo alcanzado en el periodo que les tocó vivir. Esperar otra cosa es inadmisible. Porque con todo y que la mano sea el órgano del conocimiento y exista un don natural en el hombre con inquietudes artísticas, la mano no podría expresar aquello que se piensa y siente si falta todo el complejo de factores que influye sobre el lenguaje expresivo plástico. De esta manera, como dice Felipe Pardinas,
parece evidente que la historia del arte no podrá salir o abandonar el estadio puramente descriptivo o documental, mientras no trate de vincular las obras de arte, los llamados estilos artísticos, y las corrientes críticas con otras conductas culturales o sociales del grupo en que tales fenómenos aparecen; sólo así será posible que la historia del arte pueda alcanzar el nivel de explicación y predicción a que está llamada. De más está decir también que si la historia del arte quiere comenzar a relacionar los fenómenos artísticos y las obras de arte con conductas culturales o sociales, necesitará urgentemente la utilización de técnicas más rígidas, por ejemplo, de técnicas estadísticas. En arte, más que en otras conductas culturales, existe el peligro del impresionismo puramente subjetivo, y muchas historias del arte han sido escritas con esa mentalidad.15
El aspecto rudimentario en gran número de obras, más frecuente de lo que se cree, no impide que sean catalogadas dentro del arte; forman, además, parte de la historia del hombre y de su obra a lo largo del tiempo y nunca podrán ni deberán ser medidas con el mismo patrón.
En la Nueva España los frailes emplearon a todos aquellos indígenas que tenían tanto la experiencia como el impulso creador, que ya habían mostrado en su propio arte; porque con todo y las calamidades que asolaron a los indígenas, no todos murieron. En los sobrevivientes concentraron sus esfuerzos los evangelizadores, y mediante una enseñanza elemental para los mayores y más cuidadosa con los niños y jóvenes, que educaron en las escuelas conventuales, procuraron encauzar al indio e incorporarlo a la cultura y al arte españoles, tarea que no fue sencilla porque, por lo general, el adulto con toda razón se resistió. Ello significaba abandonar las tradiciones de toda una vida, que habían persistido durante generaciones. En esta lucha dolorosa para unos y otros se encuentra también parte de la explicación de ese arte tan lleno de vitalidad y de impulso creador producido por el indio cristianizado o a medio cristianizar. De otra manera, y aunque se hubiera empleado la fuerza, resulta difícil concebir que en tan poco tiempo se hubieran construido los templos y conventos del siglo xvi.
Al hablar Moreno Villa de los edificios de la región poblana, refiere que allí está: casi toda la escultura interesante de México; en ellos se ve la lucha de razas y de épocas. En pocos años tuvieron que pasar los primitivos pobladores por estilos de arte que en Europa tardaron varias centurias en desarrollarse.16 El tema que estudió lo había apasionado tanto que en su segunda obra vuelve a él y cita unas palabras del escultor e historiador Ricardo de Orueta, tratando de captar la esencia de la escultura poblana:
Los muchachos aprendices de escultor van pasando progresivamente por los mismos escalones que vemos en el desarrollo histórico de la escultura: románico, gótico, y renacimiento, etcétera. Que el aprendiz recorre en poco tiempo lo que la humanidad tardó siglos en recorrer. En efecto, los primeros artistas indios que se atrevieron a modelar o esculpir temas cristianos debieron encontrarse con la misma falta de tradición técnica que el escultor románico. Eran más niños en su profesión que cualquier europeo de su tiempo. Pero como a tales niños se les podían ofrecer de una vez por todas los adelantos de la técnica acumulada por los siglos, su avance podía ser muy rápido. Es decir, el mismo indio que principió siendo románico, podía en pocos años adueñarse de lo que el gótico y el renaciente aportaron al progreso de la escultura.17
En ambas citas campea el deseo de explicar la esencia del hecho artístico ocurrido en el siglo xvi, pero el punto de vista es incorrecto. Y lo es porque se aplica un criterio moderno y europeo, porque así es como aprendía el escultor europeo sus técnicas y adquiría sus conocimientos al estar a las órdenes de un maestro o en un taller, pero jamás en la Nueva España, donde no hubo tal desarrollo ni maestros que enseñaran al indio la evolución estilística de la que hablan Moreno Villa y Orueta sin prueba alguna. Por lo tanto, el indígena no pudo pasar gradualmente de una técnica a otra y mucho menos conocer estilos, como dicen los autores. Pero esto no quiere decir que estuviera ayuno de la técnica escultórica, porque allí está el conjunto de la obra prehispánica para probar todo lo contrario. Que haya ignorado las minucias del esculpir a la manera clásica o que no supiera de estilos no tiene importancia alguna: los caminos fueron diferentes y nada más.
El indígena recibía de los frailes los grabados como modelos quizás también dibujos y algunas pinturas para esculpirlos en la piedra o pintarlos en los muros. Ni siquiera sabemos si se hacía primero un diseño que después se pasaba al bloque o al muro, o si se hacía directamente a mano libre, proceso normal y más rápido para quien ha practicado el arte durante cierto tiempo. Respecto al empleo de las imágenes que poseían los libros de los misioneros, fray Bartolomé de las Casas aporta un testimonio importante, y aunque habla sólo de los pintores, es posible que haya ocurrido lo mismo con los escultores:
Otra cosa y primor grande tienen [los indios]: que si les piden que saquen una historia de un gran paño o retablo donde las figuras o imágenes sean grandes, y la pinten y metan en un paño o retablo muy rico, o de un chico la pinten y pongan en un grande, ver cómo la proporcionan según el tamaño del lienzo o del retablo donde las pasa, cosa es grande y de maravillar. Todo esto questá dicho les proviene y es manifiesta señal de tener excelente y maravillosa la potencia de la imaginación.18
Ello demuestra que el indígena no recorrió el camino que mencionan Moreno Villa y Orueta. En ese caso el arte indocristiano habría tenido otro aspecto que no hubiera llamado tanto la atención, privándonos de ese entusiasmo contagioso con que emprendió el primer autor un estudio original a todas luces.
El arte fue también un medio necesario para mantener ocupada la mente angustiada de los indígenas; fue un instrumento educativo y un recurso para ornamentar los edificios religiosos y atraer al pueblo tan acostumbrado a ver en los templos prehispánicos un mundo de color y armonía sin igual. El arte indocristiano fue una consecuencia del desenvolvimiento sociocultural irradiado del monasterio y una derivación de la tradición europea, matizado por la sensibilidad del alma y de la mano indígenas.
Los misioneros, profundos observadores de las costumbres de los indios, recurrieron a todos los medios a su alcance para conseguir la conversión. En contacto con las civilizaciones de estas latitudes, quedaron impresionados no tan sólo con las prácticas sangrientas sino también con el arte mesoamericano. Conforme conocieron más a fondo el modo de pensar y de sentir de los indios, se dieron cuenta de que podrían utilizarlo positivamente para realizar la inmensa tarea que tenían frente a sí. Por eso varios de los creadores del arte mexica, así como los de los pueblos tezcocanos, tlaxcaltecas, huexotzincas y otros más, en su periodo final, fueron los colaboradores indispensables en el nuevo arte que se iba a gestar a la sombra de los monasterios, según dan testimonio los propios misioneros.
Al referirse fray Bernardino de Sahagún a los artistas prehispánicos, escribe que el cantero
tiene fuerzas y es recio, ligero y diestro en labrar y aderezar cualquier piedra, en desbastar, en esquinar y hender con la cuña, hacer arcos, esculpir y labrar la piedra artificiosamente, también es su oficio trazar una casa, hacer buenos cimientos, y poner esquinas y hacer portadas y ventanas bien hechas, y poner tabiques en su lugar. El mal cantero es flojo, labra mal y en el hacer las paredes no las fragua, hácelas torcidas y acostadas a una parte, y corcovadas.19
A los pintores los juzga de la siguiente manera:
el pintor en su oficio sabe usar de colores, y dibujar y señalar las imágenes con carbón, y hacer buena mezcla de colores, y sábelos moler muy bien y mezclar. El buen pintor tiene buena mano y gracia en el pintar y matiza bien la pintura, y sabe hacer las sombras y los lejos y follajes. El mal pintor es flojo y de bobo ingenio, y es por eso penoso y enojoso, y no responde a la esperanza del que da la obra ni da lustre a lo que pinta, y matiza todo mal, todo va confuso, ni lleva compás o proporción lo que pinta por pintarlo muy de prisa. 20
Sahagún da idea clara de estos artistas que fueron tan importantes en las obras de los mendicantes, y su testimonio es todavía más valioso porque se refiere no sólo al periodo prehispánico sino también al colonial, pues habla de ventanas y arcos, del sombreado y de la perspectiva (los lejos), elementos y rasgos que no conocieron los artistas antes de la Conquista, pero sí el trazo previo con carbón para delinear el esquema de sus obras; en cuanto a la mezcla de colores, fueron maestros.
En una cita respecto a los estudios que hacían los nobles, Juan Bautista Pomar dice que
procuraban los nobles para su ejercicio y recreación deprender algunas artes y oficios, como era pintar, entallar en madera, piedra u oro, y labrar piedras y dalles formas y talles que querían, a semejanza de animales, pájaros y sabandijas... otros a ser carpinteros y canteros, y otros al conocimiento de las estrellas y movimiento de los cielos... y se entiende que si tuvieran letras, llegaran muchos a alcanzar varios secretos naturales, pero como las pinturas no son muy capaces de retener en ellas la memoria de las cosas que se pintan, no pasaron adelante.21
Durante la evangelización, los artistas indocristianos hicieron los relieves, esculturas y pinturas conventuales bajo la dirección de los misioneros. No debe extrañarnos que en estos periodos tan distintos el arte haya sido dirigido. Lo mismo ha ocurrido en otras épocas, por ejemplo durante la etapa medieval, cuando se decía que para evitar todo error los Padres determinarán el objeto teológico de las imágenes y no los artistas, que únicamente cuentan con sus conocimientos profesionales (Concilio de Nicea, 787 d. C.). De un lado el contenido o, más exactamente, el tema; de otro, la forma y la habilidad humana.22
En las escuelas conventuales pueblerinas los misioneros trataron de incorporar al indio a la civilización europea, y aun cuando sólo lo lograron de manera integral con los niños, el adulto no fue despreciado, sobre todo aquel que poseía un oficio útil para las labores artísticas conventuales. Así, muchas manos que fueron creadoras de cultura y órganos del conocimiento, además de instrumentos de la creación del arte prehispánico no olvidemos que en la época de la Conquista estaba todavía en proceso de elaboración, pasaron a formar parte de los equipos monásticos al servicio de los frailes, que habían puesto todo su empeño en la incorporación del indio. Su habilidad ancestral para la creación artística sólo necesitaba ser encauzada hacia una nueva forma, hacia una iconografía diferente. Se estableció, por lo tanto, la educación aprendizaje gracias al reabastecimiento conceptual realizado por los evangelizadores.
El individuo que más sabía enseñaba al que lo necesitaba. Porque, como dice fray Bernardino de Sahagún, ...el oficial de cualquier oficio mecánico, primero es aprendiz y después maestro de muchos oficios, y de tantos, que de él se puede decir que es omnis homo...,23 refiriéndose a los artistas prehispánicos.
Está claro que el arte y el sistema empleado para crearlo durante el siglo xvi en la Nueva España no se acomodan a nuestra idea de lo que es o debe ser el arte, ya que son productos distintos del arte salido de las academias. Mas al fraile no le interesaba tanto la formación de artistas como la de individuos cristianos. Se sirvió del arte para educar al indio, para atraerlo a la fe que predicaba y, como para cumplir mejor su labor era necesario un local adecuado, su contribución a los conventos se hizo indispensable, pero sirvió igualmente al indio, porque en ...aquel tiempo estaban como atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de su pueblo arruinado y, finalmente, de tan repentina mudanza y diferente de todas las cosas.24 Así describió Mendieta la situación psicológica del indígena como consecuencia de la dominación, pero sobre todo de la evangelización, al ser destruidas sus creencias. Por lo tanto, la ornamentación de los templos y conventos cristianos fueron un medio para mantener ocupada la mente de los feligreses y llamar su atención, como dice Manuel Toussaint.25
La cristianización del indio, con todo y las deficiencias que tuvo, trató de establecer, como opina Silberman,
un proceso continuo que implica una interacción entre el artista y su entorno cultural y culmina en la creación de una obra de uno u otro género, la que a su vez es recibida por el medio sociocultural y vuelve a actuar sobre él. Concretamente esto significa que la obra produce cierta impresión sobre grupos de mayores dimensiones, cuyas reacciones por un lado determinan la reputación de la obra y su lugar en el universo cultural, y por el otro ejercen cierta influencia sobre el artista, condicionando y regulando, en cierta manera, su actividad creadora. Partiendo del hombre para llegar al hombre, esta concepción fundamental del proceso artístico, que es válida para todos los campos de la sociología del arte, pone en evidencia la importancia de la interacción de los individuos, de los grupos, de las instituciones.26
Esta interacción ocurrió precisamente en el proceso de transculturación del indio; de ella surgió una obra artística que ha desafiado los análisis de que ha sido objeto. Pero ha salido ilesa. Con profunda razón expone Herbert Read que
muchos de nuestros conceptos erróneos del arte nacen de una incoherencia en el uso de las palabras arte y belleza. Puede decirse que sólo somos consecuentes en el abuso de ellas. Damos siempre por sentado que todo lo bello es arte, o que todo arte es bello, que lo que no es bello no es arte y que la fealdad es la negación del arte. Esa identificación de arte y belleza yace en el fondo de todas nuestras dificultades respecto a la apreciación del arte, y la comparten personas de aguda sensibilidad para recibir impresiones estéticas en general. Porque el arte no es necesariamente belleza; esto nunca podrá repetirse bastante ni con suficiente energía.27
Salvo excepciones, las obras de los artistas indocristianos no son bellas en el sentido en que todo el mundo considera que una cosa es bella, pero, ¿por qué tendrían que serlo? ¿Acaso por ello dejan de ser obras de arte? Desgraciadamente este criterio tan obsoleto todavía está muy difundido en el mundo de la historia del arte y de la crítica nacional y extranjera. Parece ignorarse que, como dice Frondizi: cada forma cultural tiene su propio conjunto de valores, aunque no sean estables sino que cambian a un ritmo que tampoco es estable. A lo largo de la historia han existido culturas particulares que pretendieron encarnar valores universales y tener el derecho de imponerlos a otras culturas menos fuertes. No hay razones científicas ni morales que justifiquen tal pretensión.28
Es innegable que en la Nueva España frailes e indios encarnaron una forma cultural con su conjunto de valores, los cuales debemos justipreciar adecuadamente para comprenderlos y no aplicarles nuestra propia escala de valores basada en la cultura grecolatina como si fuera la única salida crítica posible.
Que el artista sea o no capaz de imprimir a la materia una forma con determinadas características es secundario, y más todavía si estas formas no concuerdan con las normas del arte clásico. La pura copia servil y la sola técnica no lograrían salvarlo de la mediocridad. El artista indocristiano, especialmente el escultor, más que conservar el recuerdo de su arte ancestral, ofrece en su obra un estadio de su alma, todavía en lucha consigo misma y en contra de aquella imposición de que ha sido objeto; en contra también de todas aquellas circunstancias que no acaba de asimilar que, por lo general, pasamos por alto. Porque, indudablemente, en las obras indocristianas del siglo xvi se puede captar una sensibilidad espiritual en contacto con la materia, como tan atinadamente ha definido el arte Jacques Maritain,29 impresa de manera profunda, sin importar que su aspecto sea rudimentario. La obra nos muestra el desequilibrio de conciencia y de espíritu del hombre que la ha forjado. Al analizar una obra de arte no podemos concretarnos al puro rendimiento técnico, olvidándonos del porqué de lo que expresa, de los problemas sociales implicados, de las situaciones políticas y religiosas que han influido tanto en el artista como en el pueblo. Nuestro intento deberá atender igualmente a la identificación del valor artístico y del valor de la calidad artística. Como dice Frederick Antal,
la historia de los estilos, siempre preocupada por los elementos formales del arte, no puede dar respuesta satisfactoria a nuestra pregunta. Sus términos de referencia sólo permiten juicios basados en el gusto personal, de escaso valor en la investigación histórica. No habrá progreso posible mientras consideremos el problema estilístico desde el punto de vista formal como aún se sigue haciendo en la mayoría de las historias del arte y mientras continuemos estudiando el desarrollo de los estilos aisladamente, sin conexión con otros aspectos del desarrollo histórico [solamente de esta manera] las obras de arte, así consideradas, dejan de estar aisladas: hemos podido penetrar más allá de su aspecto formal y palpamos más profundo: su concepto de la vida.30
Los cronistas han dicho que las obras realizadas por los indios fueron buenas, mejores muchas veces que las de los españoles. Que no hay imagen, por prima que sea, que no la contrahagan y muchas veces les bastaba mirar para repetir un proceso. Las obras de arte plumaria, tan nuevas a los ojos de los frailes, no pudieron ser superadas, y dignas fueron de príncipes y reyes. Como iluminadores de libros, como grabadores de planchas, como pintores y escultores los indígenas fueron extraordinarios. Si se toman estas palabras al pie de la letra, habría que admitir que el indio fue casi un genio. Sin embargo, cuando se lee algún libro contemporáneo sobre la historia del arte colonial acerca de las obras realizadas o atribuidas al indio, las críticas son despiadadas; se les achacan toda clase de defectos y se piensa todo lo contrario de lo que opinaban los frailes, o se dice que se trata de arte popular y así se resuelve el problema.
¿Acaso no tenían sentido crítico los evangelizadores como lo tenemos nosotros? Es necesario admitir que los frailes cronistas no exageraban; lo que ocurre es que su concepto de belleza era diferente del que ahora poseemos. Cuál fue esa idea del arte y de la belleza que tuvieron los misioneros, es lo que ahora trataremos de mostrar.
En los capítulos anteriores hemos insistido en el influjo que tuvieron las tradiciones medievales en la vida y en el pensamiento de los religiosos. Al analizar las opiniones vertidas por quienes hicieron la historia de sus trabajos, advertimos nuevamente el peso de la educación a que estuvieron sujetos. Como fruto de ella ciertas ideas tendrían que resurgir ante la realidad a que se enfrentaron. No todas ellas habían sido creación suya. Formaban parte, por el contrario, del caudal filosófico y teológico que se había acumulado con el paso de los siglos y se conservaba en las obras de los Padres de la Iglesia, de los comentaristas y de gran parte de los pensadores de la Edad Media.
Muchos de estos hombres habían recogido también ciertas obras del mundo grecolatino, porque tanto Grecia como Roma habían estado presentes entre los moradores de los claustros medievales; formaron parte integral de la cultura que poco a poco se fue engendrando en los monasterios y en las escuelas de aquella época. En las incipientes bibliotecas monásticas se leyeron obras de Aristóteles, Virgilio, Vitruvio, Gerónimo, Ambrosio, Agustín, Boecio, Isidoro de Sevilla y Tomás de Aquino, para nombrar solamente a algunos de los escritores que nutrieron el pensamiento de la comunidad europea medieval.31
En las bibliotecas conventuales de la Nueva España hubo algunos libros de los autores citados. Ellos nutrieron el pensamiento de los frailes y por ello resulta natural que sus escritos y su actuación reflejen las ideas aprehendidas a través de ellos. No debe extrañarnos que hombres como Motolinía, Las Casas, Mendieta, Torquemada, Sahagún, Dávila Padilla y aun Grijalva y Basalenque, alejados ya casi un siglo de la fecha de la Conquista, dejen traslucir en sus escritos el exaltamiento de la belleza en que se acentuaba más el aspecto moral que el material, tan diferente de lo que se piensa en la actualidad. Para los misioneros las obras artísticas de los indígenas no fueron bellas o feas en sí, sino que fueron bellas porque estuvieron encaminadas a exaltar la majestad de Dios, contribuyendo a la realización de su naturaleza que es bella y buena en sí. La suprema belleza es la del alma.32
Como todo es creado por Dios, todo es bello y bueno, y lo feo lo es solamente de un modo relativo; es decir, se debe a una falta de realización de los ideales que los Padres de la Iglesia anteponen a todo: al alejamiento de Dios. Todo lo que se opone a sus designios divinos, lo que menoscaba el propósito de la divinidad constituye la fealdad; la maldad es su esencia inherente. Para algunos Padres las obras de la antigüedad pagana habían sido inspiradas por el diablo, que entorpece todas las acciones de los hombres.33
Ésa es la razón por la cual los evangelizadores de la Nueva España estaban convencidos de que las deidades del panteón prehispánico eran inspiraciones demoniacas. Para Motolinía, los dioses con figura humana parecían monstruos; lo mismo opinaron Mendieta y Torquemada. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino feos, como a sus propios dioses, que así se lo enseñaban y en tales monstruosas figuras se les aparecían, y permitíalo Dios que la figura de sus cuerpos se asemejase a la que tenían sus almas por el pecado en que siempre permanecían.34 La idea del sentido religiosomoral con que tomaron el arte los misioneros queda mejor definida en el siguiente párrafo de Mendieta: Mas después que fueron cristianos y vieron nuestras imágenes de Flandes e Italia, no hay retablo ni imagen por prima que sea que no la retraten y contrahagan.35
Para Motolinía y los demás frailes, las figuras prehispánicas no podían ser bellas ni buenas porque no estaban concebidas para exaltar la belleza de Dios, sino la fealdad del demonio. Los frailes no criticaban la superficie estética del artefacto en sí,36 sino el trasfondo pagano de las deidades que representaban. La imagen cristiana era un icono, en tanto que las figuras del arte pagano representaban a un ídolo. Motolinía expresa otro juicio condicionante que justifica nuestra idea de que esa bondad de las imágenes estaba sujeta al hecho de convertirse a la religión cristiana: Más después que fueron cristianos... no hay retablo ni imagen por prima que sea que no retraten y contrahagan.37 Fray Juan de Torquemada repite casi con exactitud las mismas palabras.
En cuanto ocurren las conversiones no sólo entre los alumnos sino, también, entre los adultos, los conceptos de los frailes cambian radicalmente: el joven indígena se convierte en un ser humano en su plenitud porque el demonio ha sido vencido. Por esto lo recalcan tanto los misioneros; y si igualmente habían exaltado la capacidad y la habilidad de algunos de los indígenas y nos referimos especialmente a los artistas y a los maestros-sacerdotes, con todo y lo teñidos que estaban de cosas idolátricas, al volverse éstos (o aparentar ser) cristianos con más razón habrían de sentir los religiosos que sus desvelos fructificaban. Se sintieron todavía más felices de ver cómo los jóvenes que educaban en las escuelas monásticas lograban comprender mejor el sentido cristiano de las enseñanzas que les impartían día con día, y que esas imágenes por medio de las cuales se les enseñaba empezaban a salir de sus manos con una facilidad relativamente asombrosa.
De esta manera, la imagen cristiana correspondía, a los ojos de los religiosos, a una realidad auténtica, sea histórica o celestial, como dice Leoncio; por eso unos son ídolos y otros iconos. De allí, pues, que los dioses prehispánicos siempre serían feos, y así lo afirma Torquemada cuando habla del sacerdote o hechicero que cortaba un árbol y labraba una estatua o ídolo muy tallado o figurado, porque comúnmente los pintaban feos, sin acertar a darles hermosura; y es muy bien que la figura de un tan feo y disforme espíritu que en nada la tiene, aún sus retratos y figuras no la merezcan.38 Fray Juan de Torquemada alude aquí al demonio que no puede tener ni gracia ni hermosura; de allí que el esfuerzo del indio por hacerlo muy tallado y figurado, es decir lleno de adornos, haya sido vano. Por esta misma razón, como ya vimos, dice de Miguel Mauricio, uno de los escultores de Tlatelolco: juntamente con ser tan buen oficial no es notado de vicio alguno.39 La preponderancia moralista con que los frailes juzgaban el arte salta a la vista (foto 23).
Este pensamiento, que estuvo presente a lo largo de la Edad Media, se conserva todavía en los frailes que misionaron en tierras americanas. Por eso la belleza interior será más importante que la externa. El místico no se fija en la belleza del cuerpo, en la armonía de las formas y brillo de la piel, sino en la simple hermosura del alma, imagen de Dios, que revela la belleza de la primera causa.40 En las obras tradicionales encontraron cuanto les fue necesario para desempeñar su misión de salvar a los indios de su paganismo. Por esto también intentaron hacerlos participar de la belleza que ellos consideraban válida. Al contemplar las obras salidas de las manos de los artistas indígenas, plasmadas en los conventos de la Nueva España, no midieron ni su valor plástico ni la preciosidad de las formas, del material o de la composición, sino el contenido cristiano de las mismas, es decir lo que ellas representaban: un aspecto de la divinidad que con tanta paciencia y esfuerzo trataron de hacerles entender.
Comprendiendo la mentalidad de los misioneros de la Nueva España advertimos también el sentido de sus elogios y la aparente exageración al juzgar el arte de sus feligreses. Comprendemos igualmente su tesonero esfuerzo para combatir no al indio sino al demonio que se había apoderado de su conciencia. Esto mismo nos ayuda a percibir lo que se ocultaba tras la obra de arte de los indígenas que se educaron a la sombra de los monasterios mexicanos, de los cuales irradió también el intento cultural y civilizador que se iba formando por la unión de dos pueblos disímbolos. Sin embargo, para principios del siglo xvii, la evangelización y la educación ya habían fracasado por la falta de interés de la Corona española hacia el indio, en quien solamente vio un proveedor de tributos y lo abandonó a su suerte, ya que la Iglesia secular se concretó a mantenerlo dentro de una situación indolente, puramente ritualista, sin preocuparse, como lo hicieron los misioneros mendicantes, de integrarlo a la cultura española y de proveerlo de los conocimientos necesarios para valerse por sí mismo, aprovechando lo mucho de bueno que tenían la civilización precolombina y el hombre mesoamericano.
1 Moreno Villa, La escultura colonial, p. 9.
2 Ibid., p. 10. (las cursivas son mías.)
3 De la Fuente, La escultura monumental olmeca, p. 7.
4 Bernal, Cien obras maestras del Museo, p. 7.
5 Camón Aznar, El arte desde su esencia, pp. 46-47.
6 Collingwood, The Principles of Art, p. 26.
7 Moreno Villa, La escultura colonial, pp. 10-11.
8 Idem. (Las cursivas son mías.)
9 Ibid., p. 16. (Las cursivas son mías.)
10 Ibid., p. 11.
11 Moreno Villa, Lo mexicano en las artes plásticas, pp. 13-14. (Las cursivas son mías.)
12 Moreno Villa, La escultura colonial, p. 11.
13 Kubler, Mexican Architecture, t. I, pp. 115-116, 120.
14 Jacques Maritain, Arte y escolástica, p. 55.
15 Pardinas, Metodología y técnica, p. 63.
16 Moreno Villa, La escultura , p. 21. (Las cursivas son mías.)
17 Ibid., pp. 19-21.
18 Las Casas, Apologética historia, t. I, p. 159.
19 Sahagún, Historia, lib. X, cap. VIII, p. 554.
20 Sahagún, Historia, lib. X, cap. VIII, p. 554.
21 Pomar y Zurita, Relaciones de Texcoco, p. 38.
22 Bruyne, Historia de la estética, vol. II, p. 456.
23 Sahagún, Historia, lib. X, cap. VII, 1, p. 553.
24 Mendieta, Historia, p. 408.
25 Toussaint, La pintura, p. 17.
26 Silberman, Sociología del arte, pp. 32-33.
27 Read, El significado del arte, p. 10. (Las cursivas son mías.)
28 Frondizi, ¿Qué son los valores?, p. 48.
29 Maritain, cit. por. H. Read, Orígenes de la forma en el arte, p. 105.
30 Antal, El mundo florentino, p. 24.
31 García Villoslada, Historia de la iglesia, vol. II, p. 225.
32 Bruyne, Historia de la estética, t. II, pp. 411, 476.
33 Ibid., pp. 60, 70, 451, 476.
34 Mendieta, Historia, p. 404.
35 Idem.
36 Coomaraswamy, Christian and Oriental Philosophy, pp. 17, 48.
37 Mendieta, Historia, p. 404.
38 Torquemada, Monarquía, t. III, p. 69.
39 Ibid., p. 209.
40 Bruyne, Historia de la estética, vol. II, p. 582.