A manera de introducción
Este trabajo contiene las reflexiones y los resultados de varios años
de andar tras las huellas de la mano del indio en el arte del siglo xvi.
Los documentos que prueban de modo directo su intervención artística
en templos y conventos son, por desgracia, muy escasos, ya que, por una
parte, al indio no se le extendía un contrato para hacer tal o cual
obra, como se hacía con el europeo, y, por otra, los datos que interesan
de los archivos de las órdenes religiosas se han perdido o no han
sido descubiertos todavía.
Solamente las crónicas de franciscanos, dominicos y agustinos,
amén de algunos otros textos, se refieren al indio de modo directo,
ensalzando su capacidad, su entusiasmo, su inteligencia y su sensibilidad
al tomar parte en la edificación y decoración de los edificios
conventuales y templos de la Nueva España. Pero el sentido laudatorio
con que los misioneros se refieren al indígena confunde muchas veces
al historiador y le induce a forjar opiniones contradictorias porque, al
ajustarse a la “realidad” que ha estado acostumbrado a juzgar y al enfrentarse
a las obras artísticas salidas de la mano indígena, las enjuicia
de acuerdo con los cánones con que se ha educado o mal educado a
lo largo del tiempo, en la escuela y en la vida. De allí que las
críticas sean adversas y peyorativas, porque han menospreciado una
obra que no obedece a esas normas aprendidas y en ellas han influido los
prejuicios etnocéntricos, subjetivistas, adjetivistas, autoritarios
o dogmáticos, tan comúnmente expresados en las historias
del arte que, quiérase o no, conforman un modo de pensar y de sentir.
Pero quienes sólo piensan en las deficiencias del trabajo artístico
del indígena parecen olvidar que no puede haber, ni habrá,
una regla o patrón universal para juzgar las obras de arte. Cada
pueblo y cada época han creado su propio sistema de vida, su concepción
del mundo, su método de valoración, y de acuerdo con todo
esto actúan en una forma determinada. Por ello, también,
es obligación del crítico y del historiador acercarse hasta
donde sea posible a esos aspectos vivenciales para enjuiciar tanto al hombre
como su obra. Nada hay más inútil como una crítica
que sólo juzga el producto estético como tal, como cosa en
sí, olvidándose del ser que lo ha realizado y de las circunstancias
tan diversas que han influido en él.
La falta de una valoración adecuada del trabajo artístico
del indígena en el siglo xvi y el extraordinario interés
cifrado en cada una de sus expresiónes, me han conducido a elaborar
el presente estudio que, en esta ocasión y por diversas circunstancias,
abarca ahora no sólo la escultura sino también la pintura,
manifestaciones irrebatibles del arte indocristiano, expresión excelsa
del indígena del México eterno.
Como ya es mi costumbre, mi trabajo no está dedicado a lo estético,
porque es algo en lo que no creo. Carece pues de todo el aparato crítico
que es costumbre agregar al hacer la historia del arte. Escribo, sí,
en torno a las obras y su historia, pero no mucho, quizás nada,
respecto a sus autores, ya que, con una sola excepción, todos son
desconocidos. Se trata más bien de un análisis de la vida
de unos hombres, a pesar de que sean anónimos, pues acerca de ellos
es poco lo que se ha dicho con apego a la historia y a la razón.
Sin embargo, el lector hallará diversas sugerencias para comprender
ciertos aspectos de las esculturas y pinturas creadas hace poco más
de cuatro siglos.
Sigo considerando que este trabajo es una fase más del arte
indocristiano; y pienso, con mayor convicción que antes, que sin
la intervención eficiente del indio, el arte del siglo xvi habría
tomado derroteros que no son fáciles de imaginar. Y si en la escultura
su papel fue importante, en la pintura de los conventos resultó
fundamental. Ni el pintor ni el escultor, aunque hayan sido indios, fueron
cualquier clase de individuos; pertenecieron a un grupo selecto, educado
con esmero previamente en los calmécac prehispánicos, y el
pintor, gracias a su juventud, alcanzó a participar en los planes
educativos de los frailes mendicantes, sobre todo franciscanos. De esta
manera, religiosos y jóvenes indígenas combinaron los beneficios
de dos sistemas de enseñanza dispares que dieron como fruto una
“nueva criatura” cristiana, artista por excelencia, cuya obra quedó
plasmada en los muros de los monasterios mexicanos, en miles y miles de
metros cuadrados.
No siempre le es posible al historiador proporcionar las pruebas documentales
de los hechos con que trabaja. Le queda el recurso de buscarlas en las
obras mismas: haciendo “hablar a las obras”, interrogándolas una
y otra vez, puede acercarse a la historia de un hombre. Buscando las flores
entre las espinas, como dijo fray Toribio de Benavente, Motolinía,
es como he podido llegar a ese florecimiento que son las esculturas y las
pinturas murales del indio, del escultor y del pintor de conventos, artista
indocristiano por antonomasia que, en en su convivencia cotidiana con el
misionero, produjo una obra cuya madurez podrá juzgar quien quiera
que se acerque a ella con el corazón abierto. No hallará
la mano de un genio, que pocos hay en el mundo, pero sí la de unos
hombres educados en dos civilizaciones diferentes, antagónicas,
que recibieron directrices suficientes para concebir y percibir el mundo
y darle expresión feliz. Que acusan defectos, ni quien lo dude;
todavía no ha nacido quien no los tenga; quizá nunca habrá
un ser humano perfecto. Entre aciertos y errores se desliza nuestra vida.
Que el lector comprenda, de la misma manera, las fallas de este trabajo
y las tolere por el amor que merecen esas pinturas y esculturas y sepa
cuidarlas como parte suya que son.
La búsqueda de las pruebas indirectas de la intervención
del indígena en el arte monástico novohispano me llevó
al encuentro de ciertos hechos ya intuidos, pero poco investigados, o sea,
al hallazgo cada vez más frecuente de las formas de la iconografía
prehispánica manifestadas de modo particular en la escultura y menos
evidente, como es comprensible, en la pintura mural. Esto implicó
la necesidad de conocer, hasta donde me fuese posible, la infinita variedad
de formas expresivas del pensamiento indígena conservadas en la
escultura, la pintura y la cerámica precolombinas, pero principalmente
en los códices, a efecto de separar lo que es europeo de lo que
es o podría ser indígena.
La tarea no fue sencilla, pues hay motivos que pueden ser tanto nativos
como extranjeros, es decir donde se aprecia una coincidencia formal. Pero
este mismo hecho pudo prestarse para que el indígena expresase un
concepto sin temor de ser castigado por los misioneros que, en ese tiempo,
trataron de evitar toda manifestación de las creencias ancestrales
consideradas paganas y en abierta oposición a la fe cristiana que
iban implantando, o más bien imponiendo poco a poco. Sin embargo,
muy pocos frailes lograron adquirir los conocimientos suficientes para
distinguir lo europeo de lo prehispánico. Por otra parte, dada la
vigilancia estrecha que ejercieron los misioneros en las obras religiosas
por medio de los jóvenes que educaban, el indio no tuvo la suficiente
libertad para expresar lo que sentía y pensaba, pues cada vez que
una práctica idolátrica era descubierta sus autores recibían
el castigo correspondiente. Es posible también que algunos artistas
adultos se hubiesen convertido sinceramente, o bien que, sin ser artistas,
hayan intervenido otros adultos que desconocían los secretos de
la iconografía prehispánica por no haberse educado en las
escuelas ancestrales. En este caso, tampoco podían introducir signos
y símbolos cuya representación estaba reservada a los servidores
de las deidades y prohibida para el hombre del pueblo. La investigación
en este aspecto todavía está abierta, ya que el problema
es complejo y digno de un estudio muy amplio.
Este libro contiene, pues, la historia de parte de esas huellas del
pasado, forjadas plásticamente como mudos testimonios de la actividad
del artista indígena en el conturbado mundo colonial. Pero es también
la historia de la lucha entablada entre frailes e indios; de la lenta imposición
de la cultura europea, tan preñada de recuerdos medievales que no
pueden hacerse a un lado si se quiere entender a los hombres que intervinieron
en ese contacto doloroso y efusivo al mismo tiempo.
El estudio de ese pasado hispánico y europeo que formaba parte
del libro dedicado a la escultura ha sido suprimido en su mayor parte;
sin embargo, de cuando en cuando en cada capítulo se hace ligera
referencia a ciertos influjos que ayudarán a comprender mejor algunas
de las ideas cultivadas en los conventos novohispanos, y las que tuvieron
relación con el desenvolvimiento del arte surgido en esos centros.
A causa del devenir histórico de los pueblos mesoamericanos,
el indio se halló de pronto ante una situación todavía
más conflictiva que la que había sufrido cotidianamente.
La conquista española de estas tierras y de sus hombres produjo
en éstos un trauma psíquico angustioso. Si a esto se agrega
la explotación inmisericorde de que fue objeto el indio por los
conquistadores y los españoles que llegaron después, comprenderemos
un poco su condición mental y espiritual. Peor aún, la actividad
de los evangelizadores fue más perturbadora que la conquista armada,
porque obligó al indígena a abandonar el sistema religioso
y las normas de vida que lo habían alentado a lo largo del tiempo,
dejándolo en la soledad y el abandono. Para remediar esta circunstancia,
los frailes trataron de convertirlo a la fe cristiana, y en ello pusieron
su mejor empeño. Pero es comprensible que una fe, una creencia secular,
no se abandona fácilmente. De allí ese oscilar de la conciencia
indígena entre una religión y la otra que todavía
se advierte en nuestros días. De allí también que
de cuando en cuando hallemos, hoy todavía, las reminiscencias del
pasado expresadas abierta o subrepticiamente: reflejos de un mundo destruido.
A pesar de la inestabilidad social y espiritual, económica y
política, y de gran número de hechos en contra, frailes e
indios hallaron ocasión para elaborar gran cantidad de obras que
hoy consideramos artísticas. En los conventos, que fueron, aunque
por poco tiempo, apenas unas décadas del siglo xvi, verdaderos centros
de civilización y de cultura, se gestó también un
movimiento artístico realizado por los indígenas y dirigido
por los misioneros, y que es muestra imborrable de ese “nuevo rostro y
ese nuevo corazón” que adquirió el indio al entrar en contacto
con la cultura europea.